CÉSAR VALLEJO

Por Gustavo Benites

Escritor y docente

Conocí a César Vallejo cuando me dijo: “Hay golpes en la vida tan fuertes…”. Y apenas habló, comprendí que me hallaba frente a uno de los hombres más apasionados de nuestra historia. De él había oído hablar mucho: que sufría, que amaba a toda la humanidad, que jamás hombre peruano habló como él, y que su mensaje era mesianismo profundo, de vital trascendencia en nuestra raquítica literatura.

Pero aquel día lo vi tan desgarrado, que pensé sólo en consolarle:

– No creas -me dijo- la vida se vive a golpes, a veces contra Dios mismo. Ah, estos golpes como el odio de Dios. ¿Puede odiar Él? Pobre pequeño mío, si vivieras y sintieras tanta lagartija, seguramente tu alma saltaría alocada de su alma.

– César -le dije- sólo soy alguien que busca un talón a la alegría. La vida es dura y cómo quisiera vivirla de tal manera que mis palabras no te suenen vacías.

Quiso sonreír, pero sólo logró balbucir que esos golpes eran sangrientos y eran las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

– El hombre, Gustavo Adolfo, es pobre diablo, pero ¡cómo lo amo! Cuando lo miro desesperado por el dolor, sólo logro espumar mi angustia hasta que mis huesos sonríen a la muerte.

– César, hermano, ¿no crees que hay un resquicio, alguna rendija por donde escapar, por donde poder gritarle al dolor y reírse de su esqueleto?

– Ah pequeño mío, quítame el dolor y no he nacido, he muerto sin haber vivido.

– ¿Quieres decir que no buscas vencerlo de algún modo?

– El dolor es la fuerza del universo… Eres cristiano ¿verdad?-

– Un día soñé con ser obispo… Dios, ah, si Él antes de ser Dios hubiera sido hombre… ah, entonces…

En sus negros ojos creí ver una lágrima (siempre me parece ver lágrimas en los ojos de los hombres). Estiró su mano y sonriendo dióme una palmada en el hombro. Arregló su gabán negro y cogiendo un libro de la mesa salió de mi cuarto balbuceando incoherentes palabras:

– Madre, dónde almorzaré… qué lejos este ahora, qué nunca, qué jamás mi pobre cartera, mi mano envidiosa, mi sombra…

Desde la ventana de mi viejo cuarto contemplé a César que, con la cabeza baja, se alejaba pateando las rayas de la vereda.

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Causa Justa

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