Por Ramón Azabache/periodista y docente universitario
El 5 de abril de 1992, pasada las 10:00 p.m., se interrumpen los programas televisivos y aparece Alberto Fujimori, para anunciar una nueva etapa en su gobierno, y luego, decir la frase que quedó en el tímpano de los peruanos: «¡Disolver, disolver el Congreso, el Poder Judicial, el Consejo de la Magistratura y el Ministerio Fiscal!».
Fujimori se dio un autogolpe, una figura inusual en nuestra historia política, plagada de golpes de Estado. Los tanques de la División Blindada del Ejército rápidamente se posicionaron de lugares estratégicos de ciudad capital, y se arrestó domiciliariamente a los presidentes de ambas cámaras (Felipe Osterling y Roberto del Villar).
Pero, sucedió lo inaudito, aunque predecible al fin, al tener en ese momento el Congreso peruano uno de los porcentajes de aceptación más bajos en América Latina: el 70 % de la ciudadanía aprobaba el autogolpe de Fujimori, aunque el problema era en el frente externo. La propuesta que surgió en la reunión de Las Bahamas, fue elegir un Congreso Constituyente Democrático (CCD), con lo cual determinaba la “muerte” a la Constitución de 1979. Fue el CCD el autor de la denominada Constitución de 1993, que hasta ahora rige con un unicameralismo integrado por 130 congresistas.
Este viraje constitucional obligó a una reforma considerable en el procedimiento legislativo, teniendo en cuenta de que el monocameralismo erigía al Congreso en instancia única y definitiva, sin posibilidades de un nivel revisor. Al aprobarse hoy la bicameralidad en segunda votación regresamos al sistema anterior a 1993 en las próximas elecciones del 2026, con todas las objeciones que han surgido a esta ley. Lo más cuestionable y visible es que para ser elegido senador se requiere ser peruano de nacimiento, haber cumplido 45 años o haber sido congresista o diputado. Un apéndice hecho a la medida de sus autores.