Las montañas de Pataz, en la sierra liberteña, siguen siendo escenario de una guerra no declarada. Bajo el eco metálico de los socavones, la lucha por el oro se ha convertido en una disputa por el control territorial entre el Estado y las redes criminales de la minería ilegal.
Desde que el Gobierno declaró el estado de emergencia en febrero, los operativos militares y policiales no han cesado. De acuerdo con el general Carlos Rabanal, jefe del Comando Operacional del Norte de las Fuerzas Armadas, hasta la fecha se han detenido a 76 personas en diversas intervenciones realizadas en la provincia. Entre los capturados hay ciudadanos venezolanos y colombianos, según confirmó la autoridad militar.
“Hasta el momento se han puesto a disposición a 76 personas. Algunas no son de nacionalidad peruana, y su condición migratoria la está evaluando la Policía Nacional”, explicó Rabanal en declaraciones a RPP Noticias.
Las cifras son solo la superficie de un conflicto más profundo. Desde febrero, el Comando Operacional ha ejecutado 2,500 patrullajes en los distritos de Parcoy, Retamas y Tayabamba, desmantelando 76 bocaminas y 25 socavones. En total, se calcula que las pérdidas económicas provocadas a la minería ilegal superan los S/ 250 millones, según reportes de las propias Fuerzas Armadas.
Un territorio militarizado
Pataz vive bajo un régimen de excepción. Patrullas mixtas de Ejército y Policía Nacional recorren trochas, puentes y carreteras en busca de campamentos clandestinos. Los helicópteros sobrevuelan los valles donde antes solo se escuchaban los gritos de los mineros y el estruendo de las detonaciones.
La medida de emergencia fue decretada tras una ola de atentados perpetrados por organizaciones criminales vinculadas a la minería ilegal, que dejaron muertos, heridos y destrucción en los centros poblados de Retamas y Pías. Los ataques incluyeron emboscadas, explosiones y enfrentamientos armados entre bandas rivales.
El Gobierno de Dina Boluarte decidió entonces crear un Comando Unificado, integrado por las Fuerzas Armadas y la Policía, con el fin de restablecer el orden interno. Sin embargo, la calma sigue siendo frágil.
El pasado 5 de noviembre, un operativo militar en la mina Choloque terminó con un muerto aún no identificado. El general Rabanal reconoció el deceso, aunque aclaró que no puede confirmarse si la persona falleció producto de un enfrentamiento. “Eso está en investigación por las autoridades competentes”, indicó.
El oro que alimenta la violencia
Pataz produce buena parte del oro que circula en el norte peruano, pero una gran fracción proviene de extracciones informales e ilegales. En los últimos años, las redes criminales han tomado el control de campamentos mineros, imponen cobros de “cupos” y emplean dinamita y armas de guerra para custodiar las bocaminas.
Cada operativo revela un mismo patrón: jóvenes reclutados como obreros, explosivos desviados del mercado legal y túneles que se ramifican en las entrañas de los cerros. La minería ilegal no solo destruye ecosistemas, sino que ha penetrado las economías locales, los municipios y hasta los registros formales del Estado a través del mal uso del REINFO, el registro de formalización minera que hoy sirve de escudo para quienes operan al margen de la ley.
La presencia de extranjeros en los campamentos ilegales evidencia que el negocio del oro ha dejado de ser una práctica artesanal para convertirse en una red transnacional de crimen organizado. Fuentes de inteligencia señalan que detrás de estas operaciones hay estructuras que financian la compra de maquinaria, insumos químicos y transporte del mineral hacia plantas en Trujillo y Lima, donde el oro se “blanquea” antes de su exportación.
Pérdidas millonarias y una muerte que pesa
Los S/ 250 millones en pérdidas declaradas por el Comando Operacional del Norte representan apenas una fracción de la riqueza que genera el circuito ilegal. En Pataz, el oro vale más que la ley. Y cada bocamina destruida es reemplazada por otra en cuestión de días.
Los comuneros lo saben. “A veces los operativos duran una mañana”, cuenta un agricultor de Tayabamba. “Cierran una mina, pero a los dos días ya están cavando en otra parte. Esto no para.”
La muerte en la mina Choloque reavivó el temor. Nadie sabe con certeza qué ocurrió. Algunos testigos hablan de un tiroteo entre mineros ilegales; otros, de un accidente provocado por una explosión. Lo cierto es que la violencia sigue cobrando vidas y el silencio de las montañas encubre una tensión constante.
¿Una emergencia permanente?
El estado de emergencia en Pataz ha sido prorrogado varias veces. Lo que comenzó como una medida temporal se ha convertido en una forma de gobierno en una provincia que parece no conocer el fin del conflicto.
Los patrullajes, los decomisos y las cifras oficiales muestran resultados, pero en el terreno, los pobladores aseguran que el problema es más estructural: falta de empleo formal, ausencia de fiscalización efectiva y una economía regional que depende casi totalmente del oro.
Sin una política de formalización real —y sin enfrentar la corrupción local—, los cartuchos de dinamita seguirán apareciendo entre las manos de jóvenes sin futuro. Y cada operativo, por exitoso que sea, se sentirá apenas como una pausa en una guerra que parece no tener fin.
El general Rabanal insiste en que las operaciones continuarán “hasta erradicar la minería ilegal de Pataz”. Pero la historia reciente muestra que la erradicación no basta: sin alternativas económicas, los socavones volverán a abrirse.
Pataz, hoy militarizada, vive una tensa calma. La montaña sigue herida, los ríos siguen contaminados y las comunidades viven entre el miedo y la resignación. El oro brilla, pero su reflejo es oscuro.

