EL DETERIORO PROFUNDO DEL PERÚ

Son muy pocos los que entienden la crisis como un problema de fondo y son inexistentes las iniciativas que plantean verdaderas políticas públicas para afrontarla. Hoy, la barbarie acecha en el Perú desde todas las ideologías, desde todos los partidos, desde todas las clases sociales y en todos los barrios.

La crisis que vive el Perú no es solo una crisis política. Es algo mucho más hondo que eso. Es mucho más grave de cómo suelen interpretarla algunos analistas entrampados en la inmediatez. Se trata de una crisis cultural que refiere al deterioro de los vínculos entre los peruanos y a la pérdida de todo sentido de la vida colectiva. Es absurdo terminar personalizando la profunda degradación social que vivimos. El vergonzoso gobierno del presidente Castillo es solo una nueva expresión de un gravísimo deterioro que hubiera terminado expresándose, de otra manera, bajo el gobierno de Keiko, si ella hubiera ganado la presidencia. Esta es una aguda crisis cultural.

La teoría crítica nos ha enseñado que es estudiando la particularidad del presente que podemos entender mejor las consecuencias de los hechos del pasado. Las celebradas reformas de los años noventa han tenido un lado muy oscuro. Hoy vivimos en una guerra de todos contra todos que se encuentra encarnada en un modelo económico abyectamente desregularizado, que ha perdido toda noción del bien común. No es solo la esfera política la que se encuentra degradada sino también una sociedad civil donde se ha impuesto el engaño y la pura defensa del interés individual. 

La corrupción se ha agudizado metastásicamente y se ha instalado en los niveles mínimos de la vida colectiva. No solo la vemos en la clase política, en algunos de los más respetados estudios de abogados, en grandes grupos empresariales, sino también en la bodega del barrio, “en el vaso, en la carnicería, en la aritmética”, al decir de César Vallejo. Hoy vivimos en una sociedad, en una cultura, que ha hecho del engaño la forma de vincularse. 

Durante dos décadas nos dijeron que la economía peruana era un modelo de eficiencia en la región. La condición de esa supuesta virtud fue la exacerbación de un discurso individualista que, sin duda, ha sido funcional a la corrupción. Sin embargo, a pesar de ese crecimiento económico sostenido, al comenzar la pandemia habían menos de 300 camas UCI en un país de más de 30 millones de personas. 

De hecho, radicalizada desde los noventas, la privatización de la salud ha generado, entre otras cosas, que buena parte de los médicos del sector público hoy se encuentren muy ansiosos por cumplir su mínima jornada laboral a fin de dirigirse a sus consultorios privados. Desde ahí derivan los exámenes clínicos a laboratorios de los que son dueños o con los que tienen contratos. Durante los peores momentos de la pandemia, las clínicas privadas se negaron a solidaridades mínimas y el negocio del oxígeno fue el signo más contundente del bajísimo sentido de lo humano al que hemos llegado.

Fue también desde los noventas que el sector educativo agudizó su crisis (y actual degradación) con la proliferación de colegios y universidades de bajísimo nivel, pero con grupos económicos que funcionan como su “mano invisible”. También privatizado en esa misma década, el transporte en el Perú se ha convertido en una red de mafias organizadas y es, probablemente, el peor (y el más inseguro) de la región. Nadie puede con él. Por si fuera poco, en un país donde más del 75% de la población trabaja informalmente, los economistas oficiales no proponen nuevas recetas que contribuyan a ampliar derechos y trabajos dignos sino –dogma aprendido–insisten en precarizar más las condiciones de trabajo de los formales. La argumentación es demencial: quienes proponen sueldos y trabajos justos son llamados “destructores” y quienes, de manera aséptica, justifican la explotación laboral (pero ganan enormes sueldos) se llaman a sí mismos “sensatos” y “técnicos”. 

La ciudadanía votó por un cambio y por eso ganó Pedro Castillo, un maestro rural que, al menos por su sombrero, emergió como una figura que canalizaba, para bien, la posibilidad de comenzar a restaurar una vieja deuda histórica. Con muchas dudas, y sin ningún interés de lavarme las manos, yo voté por él en segunda vuelta. Hoy, sin duda, todos comprobamos que Castillo concentra, en sí mismo, toda la crisis del país: la crisis de la política, la crisis educativa, la crisis del sindicalismo, la crisis de la cultura que tenemos. 

El hecho de que Castillo tenga un grado de magister no asombra dado el bajísimo nivel de la mayoría de universidades privadas. De manera pasmosa, Castillo es un sindicalista que no tiene la menor idea de la gramática del Estado y, además, es un profesor de primaria incapaz de poder contar bien un cuento. En siete meses de gobierno, los escándalos de corrupción han sido la pauta de su gestión. Es cierto que la derecha le ha hecho una guerra imposible, pero ello no puede ser excusa para una mediocridad tan atroz y para que se haya rodeado de mafias tan galopantes.

Lo cierto es que en las últimas elecciones volvimos a confrontarnos con un país que no ha conseguido superar sus herencias coloniales y su racismo estructural. Un reciente estudio del IEP, titulado ¿De qué colegio eres?, demuestra los privilegios del 1% de la población del país y demuestra, además, un modelo sin respuestas a ello. Pero esta crisis del vínculo social no se estanca en el paradigma de clase, sino que se expande hacia muchas otras variables. El Perú, como se sabe, es uno de los países con más alto nivel de violencia doméstica. Las denuncias de agresión y maltrato (y demás) siguen a la orden del día. En ese contexto, el club de fútbol Universitario de Deportes se enorgullece hoy de contratar a un jugador (al parecer impresentable) cuya abogada acaba de renunciar a defenderlo. Este hecho no es aislado y juega a la par con un gobierno que solo ha nombrado gabinetes descaradamente misóginos y homofóbicos. 

Por si fuera poco, el Perú es, además, uno de los lugares del planeta donde más se depreda el territorio y donde se sigue contaminando el mar; un país extractivista donde constantemente se asesina a líderes medioambientales, como a Mario López Huanca, cuya noticia -vergonzosamente- no generó el escándalo que merecía en unos medios de comunicación siempre racializados y en una clase política únicamente concentrada en su deglución caníbal.    

De hecho, en este país, la mayoría de los que se llaman “liberales” no tienen problemas en trabajar para monopolios ni para aliarse con los sectores más reaccionarios (y corruptos) del escenario político. Como dijo alguien, aquí hasta el neoliberalismo se practica “a la peruana” y, a pesar de tener cuello y corbata, resultan siendo tan informales ante sus principios como los comerciantes de Mesa Redonda. 

Hoy los ministros de Economía de los gobiernos pasados –nunca funcionarios públicos de carrera, sino profesionales que luego pasan a defender intereses privados sin ningún problema– desfilan como grandes autoridades académicas por unos medios de comunicación que han perdido todo decoro (pero que están segurísimos de no haberlo perdido). Luego de más de 250,000 muertos por la pandemia, en el Perú nadie se siente responsable y los discursos de estos economistas insisten en querer volver al pasado. 

La “Republica empresarial” -como hoy muchos historiadores ya llaman a esta época- destaca por su permanente falta de autocrítica. Con solemnidad, uno de estos exministros afirma que hoy está ocurriendo un “saqueo del Estado” y, sin duda, está en lo cierto, pero lo mismo podría haber dicho sobre lo que ocurrió en los noventas y, más aún, sobre lo que buena parte de los grandes grupos económicos del país han hecho en las últimas décadas.  

Son muy pocos los que entienden la crisis como un problema de fondo y son inexistentes las iniciativas que plantean verdaderas políticas públicas para afrontarla. ¿Solo un Dios podrá salvarnos? Todo induce a pensar que se necesitarán varias décadas de diálisis profunda para reposicionar el valor de lo público y de lo común, en el Perú, como un centro de la vida colectiva. Mientras tanto, resulta claro que seguimos viviendo en una sociedad llena de mistificaciones y fantasmagorías que se regodea con algunos índices económicos (que siempre son debatibles) pero que desprecia la historia, el pensamiento, el arte, la duda. 

Como los describió el gran Goethe, estos son tiempos “palabreros y mudos” a la vez. Hoy, con gran cinismo, la barbarie acecha en el Perú desde todas las ideologías, desde todos los partidos, desde todas las clases sociales y en todos los barrios. Como sociedad, hemos perdido toda idea del bien. Como cultura, hemos perdido toda idea sobre qué es lo justo. La diálisis que necesitamos tendría que incluir un paquete de verdaderas políticas culturales entendidas como un dispositivo destinado a construir un nuevo imaginario colectivo y nuevas prácticas ciudadanas. En el Perú, nadie, sin embargo, las entiende como indispensables. Víctor Vich@ojo_publico vvich@pupc.pe

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